Pilas incluidas
Sale con el sol desde la aurora, necesito tu ayuda para llegar a la montaña. ¡Vamos, salta!
Tom Soren
2/16/20254 min read
—¡Salta, salta, salta! ¡Ayuda a Dora a cruzar el río! —decía Dora tras la pantalla mientras Hugo se hundía entre los reposacabezas. Le encantaba la sensación de desconexión con el medio que sentía al tener sus orejas cubiertas por el vinilo del sofá.
Botas y Dora, la exploradora —por si había dudas—, dieron las gracias a los televidentes y repasaron todo lo que habían aprendido durante su «emocionante» viaje —como siempre hacían—. A Hugo la serie le aburría sobremanera. Todos los episodios eran iguales y tenían la misma estructura. Si sus padres no fueran antiplataformas de streaming, podría estar gozándolo con Naruto, Hunter x Hunter o incluso con South Park, esa serie irreverente de la que disfrutaba su amiga Sara y en la que cuatro monigotes mal dibujados decían cosas como «chúpame los huevos».
—¡Hasta la próxima aventura! —exclamó Dora.
Hugo, todavía en su «tanque de aislamiento sensorial», olió algo tostado. Su padre estaría calentando el pan. Le rugió el estómago. En el televisor, una voz juvenil dijo:
«¡Esta tarde, los Lunnis tienen un plan y Pocoyó hará de las suyas mañana a las cinco. ¡En Clan!».
El anuncio se desvaneció tras unas cintas de colores que atravesaron la pantalla y dio paso a un comercial. Hugo bostezó. Un aroma a carbonizado llegó desde la cocina. Las tostadas se habrían quemado —otra vez—, así que aún tenía margen; unos pocos minutos de asueto hasta que lo llamaran para desayunar. En Clan TVE, un grupo de niños corría por un parque. Se sentaban en la hierba y sacaban dragones de juguete de sus mochilas. La cámara hacía un zoom sobre el reptil —digno de una telenovela venezolana de los 90— mientras este abría la boca y lanzaba una nube de vapor gris que se dispersaba por el aire.
—¡Es el dragón Foggy! —decía una voz demasiado entusiasta—. ¡Presiona su espalda para activar su rugido y liberar su niebla mágica! —Pausa—. Pilas incluidas.
Los niños rieron, se levantaron y comenzaron a simular una batalla épica. Cada uno poseía un dragón con un color; Hugo dedujo que habría cuatro distintos. Uno de los niños elevó su dragón rojo sobre la cabeza mientras algunos efectos de sonido y luces estroboscópicas se añadían a esa obra de arte audiovisual en que se estaba convirtiendo el spot.
Hugo levantó las cejas y saltó del sofá hacia el cajón que había bajo la televisión. Lo abrió y sacó su catálogo de Juguettos. Lo hojeó unos segundos hasta que lo encontró: el dragón Foggy —en rojo, púrpura, verde y azul—. Se giró hacia la mesa de centro y cogió uno de los lápices que usaba su madre para resolver crucigramas. Trazó un círculo sobre el rojo. «Está guapísimo», pensó.
Lo quería.
Quería el dragón Foggy rojo.
Lo necesitaba.
—¡Hugo! ¡A desayunar! —llamó su padre.
El seis de enero, Hugo se desperezó y bostezó después. Cuando su cerebro aterrizó en la realidad, salió disparado de la cama —hasta olvidó ponerse las zapatillas—. El salón estaba en silencio, iluminado por las luces parpadeantes del árbol de Navidad. Junto al tronco del abeto había un único paquete. «Suficiente —se dijo—, si es que resulta ser lo que yo creo». Se puso en cuclillas y lo desgarró. Bajo el papel de cartón dorado y verde asomó un intimidante dragón de color rojo cubierto por plástico duro. Necesitaría las tijeras.
La carcasa era más dura de lo que había imaginado, pero trató de hacer un corte limpio: no quería dañar la figura. Las dos planchas de plástico crepitaron al separarse. El dragón Foggy era libre. Hugo lo sujetó con firmeza. Lo sintió rugoso y pesado. Pulsó el botón que tenía entre sus alas. El reptil rojo exhaló una bruma plomiza, al tiempo que emitía un rugido en estéreo. El niño inspiró. La bruma olía a caramelo. Sonrió y colocó su nueva adquisición sobre el suelo. Presionó el botón de nuevo. Más bruma, más aroma a caramelo, pero esta vez también se le iluminaron los ojos con un rojo carmesí.
—Hola, Hugo —Foggy no articuló palabra, pero el niño lo oía dentro de su cabeza con suma claridad. Su voz era grave y amable, como la de su padre—. ¿Quieres jugar conmigo?
Hugo era un niño, pero no era tonto —sus notas del primer trimestre eran prueba de ello—, y que un dragón de juguete le hablara por telepatía no le hacía mucha gracia. Le daba mal rollo, más bien.
—¿Quieres jugar? —repitió Foggy, y sus ojos destellaron con mayor intensidad.
El dragón no solo le transmitía palabras, también sensaciones. Hugo empezó a sentirse más calmado y en paz. «La verdad es que está chulísimo», pensó, y poco a poco fue normalizando la situación. Relajó los hombros y sus ojos se entornaron para cerrarse por completo segundos después. Cuando se abrieron, ya no era Hugo el que miraba. Foggy, que estrenaba su joven recipiente de carne, cogió las tijeras y se dirigió al cuarto de los padres de Hugo. Quería jugar.
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