La queimada de Papá Noel
Harry Potter, VapoRub, La Oreja de Van Gogh, Pelotazos y un robot que nunca llegó
Tom Soren
12/25/20246 min read
Sara Blanco se preguntaba si Harry sería capaz de atravesar el andén 9 y 3/4 cuando su padre la interrumpió.
—Bollito, ¿te vienes con tu hermano y conmigo a ver las luces?
La niña se inclinó hacia la mesa de centro, agarró su marcapáginas —un billete de lotería no premiado—, lo colocó donde debía y se levantó del sofá, llevándose el libro consigo.
—Paso —dijo, y cruzó el pasillo hasta su habitación.
Cerró la puerta, se dejó caer en la cama —con dos almohadas bajo su cuello— y abrió el tomo de nuevo. Necesitaba saber si Harry se estamparía contra el muro de ladrillo visto o no. Se relamió. Pasó la página. Sonó un estruendo: como si Hulk condujera un engendro de plástico barato por un camino sin asfaltar. Sara identificó el origen del ruido al instante. Era el odioso tacatá de su hermano. Se escuchó un golpe seco tras la puerta.
—Déjame en paz, enano.
—¿No vene a ve’ laluze?
—No.
Hubo una pausa.
—¿Vene a ve’ laluze?
—¡Que no! Idos de una vez.
Cuando se hizo el silencio, Sara se quedó dormida. Horas después, despertó con Harry Potter y la piedra filosofal sobre el regazo. Se escuchó un portazo. Su hermano empezó a reír a intervalos. La niña supuso que su padre lo estaría levantando en volandas. Al enano le encantaba. Llamaron al teléfono. Su hermano dejó de reír. Su padre atendió la llamada y saludó con efusividad —como lo haría un preso en un vis a vis tras haber pasado un mes en una celda de aislamiento—. Al caos se sumó su hermano de nuevo, esta vez con alaridos. De nuevo el tacatá. Su padre colgó y pidió a Alexa que pusiera La Oreja de Van Gogh. La asistente de Amazon se marcó un Maximum Overdrive y regurgitó Yo te lo digo cantando, de El Luis. Se escuchó el chirrido de unos zuecos de goma contra la tarima flotante.
—¿Has escrito ya la carta, Bollito? —preguntó su padre tras la puerta.
—Voy.
Sara abandonó la cama para ir hasta el escritorio y se acomodó en su silla de esparto —un material del que su padre era fan; a pesar de ser duro, incómodo y una fuente inagotable de fibras que se desprendían y acababan por todo el suelo—. Agarró papel y boli. En el salón, Alexa terminó por aceptar su papel en el mundo. Su padre pudo gozar de Cuéntame al oído con el volumen al máximo. Mientras Sara deseaba algo de paz para variar, escribió su carta:
Querido Papá Noel,
Quiero Harry Potter y la cámara secreta.
Gracias.
Cuando era más niña, Sara y su amiga Carla recolectaban catálogos de juguetes de todas las tiendas de su barrio. Los colocaban en el suelo, cogían un par de rotuladores rojos y rodeaban aquellos productos dignos de un «me lo pido». Siempre quiso la Casa Encantada de Casper, una PlayStation 4 y el Robot Emilio —nunca cayó la breva de ninguna de esas higueras—. En aquellos tiempos se preguntaba si Papá Noel se saltaba las clases de comprensión lectora cuando iba a primaria en el Polo Norte —aunque siempre pensó que era gallego. Vivía en el Ártico, sí; pero nació en Sanxenxo. No había duda.
El día de Navidad, Sara amaneció a las ocho. El pestazo a marisco de los carabineros y a pavo carbonizado del día anterior se había colado por la rendija de la puerta y aún invadía su cuarto. Bostezó y se giró de lado para dormir un rato más. No tenía ninguna prisa. Hacía no mucho, le costaba conciliar el sueño en la noche de Nochebuena —incluso se despertaba de madrugada con palpitaciones—, pero ya tenía doce años; era mayor. Se imaginó el árbol en el salón, rodeado de regalos, con su padre y su sonrisa eterna, y a su hermano gritando: «¿Lo poyo ablí?».
Durmió un rato más hasta que la luz del sol se filtró a través de sus párpados. Echó un vistazo al despertador: 11:33 a. m. «¿Qué? —pensó—, ¿por qué nadie me ha despertado?», y reparó en algo que no sucedía desde hacía varios años —antes de que el enano viniera al mundo—: el número 21 de la Calle Ruiz Zafón estaba en completo silencio. Frunció el ceño y se quitó el plumas de encima. Se calzó sus zapatillas de La historia interminable —un vestigio de la niña que fue— y salió al pasillo.
Silencio.
En el salón se erguía un abeto artificial —comprado en Alimentación Qiang III—, decorado con bolas de plástico —también de Alimentación Qiang III—. Unos cuantos regalos se apelotonaban en su base, todos intactos. Su hermano no había pasado por allí, eso seguro.
—¿Papá? —llamó Sara—. ¿Enano?
No hubo respuesta.
La niña fue a la habitación de su padre. La cama estaba deshecha. Sobre la mesilla de noche había un bote de VapoRub abierto. A su padre le encantaba mancharse el bigote con ese ungüento verdoso. Decía que el eucalipto le abría los pulmones. Sara pensaba que terminaría por quemarse las fosas nasales.
—¿Papá?
En el cuarto de baño tampoco había nadie; ni en la habitación de su hermano ni en la cocina ni en el despacho. Estaba sola. Con una sonrisa en su cara, tomó su ejemplar de Harry Potter, fue a la despensa, cogió una bolsa de Pelotazos, se tumbó en el salón y encendió el televisor. En Antena 3, el Club Infantil emitía un especial de Navidad. El par de pubertos que lo presentaban —una con rizos y otro con el pelo al estilo cenicero— cantaban villancicos tradicionales con letras adaptadas mientras trataban de hacer sonar unas panderetas:
¡Hacia Antena 3 va una burra, rin, rin!
Bajó el volumen hasta que la voz de la presentadora rizada no fue más que un susurro. Rasgó la bolsa de Cheetos. El aroma a queso artificial y maíz frito la hizo salivar. Abrió el libro. Los bordes de las páginas se impregnaron de naranja, pero no había nadie en casa para llamarle la atención.
Se sucedieron las horas. Matías Prats aplanaba una pila de papeles tras un atril. «¿Ya son las tres?». El mundo mágico la había mantenido absorta y se había desconectado del real. Atravesó el salón hasta la «mesa de los chismes», como su padre la llamaba. Cogió el teléfono y lo llamó. Miró hacia el pino de plástico: «Un iPhone tampoco estaría mal», se dijo. Daba señal, pero nada. Llamó de nuevo. Nada.
Sara se sentó en el suelo. Repasó sus días, de manera retrospectiva, hasta llegar al momento en que escribió su carta a Papá Noel. No había pedido que su familia la dejara en paz, ¿verdad? ¿O sí lo había hecho? No lo escribió, pero era lo que deseaba mientras el grafito de su lápiz se deslizaba sobre el papel.
Apoyó los codos en las rodillas y la barbilla sobre sus manos. Imaginó a Papá Noel, ya en su cabaña y con un tercio de Estrella Galicia en la mano, riéndose a pata suelta por la broma pesada.
—Ni la consola ni la casa del fantasma amistoso ni el robot. Iso si, tranquilidade vai ter a rapaza —diría en perfecto gallego mientras sus duendes cortaban cáscaras de naranja para preparar la queimada.
¿Qué sería de ella? No tenía a nadie más. Sin el enano y sin su padre, estaba sola. Con la comida del frigorífico y las conservas de la despensa sobreviviría unas tres semanas; un mes, a lo sumo. ¿En el congelador habría algo? Quizá arroz tres delicias y algunas croquetas —y encima de bacalao—. ¿Dónde habrían ido? ¿A dónde los habría mandado ese cretino de San Nicolás? ¿Cómo estaría el enano? Seguro que muerto de miedo. Su padre trataría de consolarlo, pero carecía de herramientas para afrontar los momentos difíciles —igual que cuando ocurrió lo de su madre.
—Quedo ida caza —diría su hermano, y trataría de buscar consuelo en un hombre con la inteligencia emocional de una ameba. Sara se dio cuenta de que quería a ese hombre. Y a su hermano. Fue entonces cuando lloró. Lo hizo a moco tendido. Se permitió gritar y patalear como cuando era una niña —hacía ya siglos, según su percepción del tiempo—. Cuando tuvo suficiente, paró. Se restregó la nariz con la manga de su pijama.
Un tintineo metálico se escuchó en el rellano. Le siguieron unos pasos. Una voz aguda e irritante chilló. Se oyó el golpe sordo del cerrojo. Después, el chirrido de la puerta.
—¿Papá?
—¡Lo siento muchísimo, Bollito! Hemos ido a por pizza al centro, pero estaba a reventar. No había aparcamiento, así que tuvimos que dejar el coche en las afueras. Estabas tan dormida que no quise despertarte —dijo su padre, alargando la «a» del «tan»—. Bueno… ¿Abrimos los regalos?
—¡Zí! ¡Lelaloz! —exclamó el enano.
Sara no fue a recibir a su familia. Era incapaz. Se limitó a dar gracias por tener en su vida a un enano cansino y a un padre no muy avispado. «La cámara secreta puede esperar», pensó.
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