El niño con el pijama de Rick y Morty
Un relato corto sobre qué sucedería si lloviera sangre cada día.
Tom Soren
2/9/20256 min read
Llovía sangre. El sudor me empapaba la frente y me escocían los ojos. Cubierto por la lona desgarrada de lo que alguna vez fue un Starbucks, observé a mi alrededor. No parecía haber nadie. Me puse frente a la pared, me bajé la bragueta y oriné contra el cristal. Estaba manchado de sangre seca, probablemente de la tormenta del día anterior. El chorro salió denso, de un color ámbar oscuro. A pesar del escozor, apreté, tratando de limpiar los restos escarlata con la meada. Solté una carcajada. Desde que todo se fue a la mierda, usar mi pene como una Kärcher era uno de mis mayores divertimentos —como también lo era cazar moscas o elaborar un top diez con los objetos más inútiles que me iba encontrando.
Me subí la cremallera, rebusqué en la mochila y saqué mi frasco. Lo abrí y extendí la mano fuera de la cobertura del toldo. Cuando estuvo lleno, me lo llevé a la boca y bebí con cuidado. No tuve ninguna arcada —hacía días que no las tenía—. El olor a hierro me hacía vomitar las primeras veces.
«A todo se acostumbra uno —pensé—, incluso a ser una versión barata de Will Smith en Soy leyenda. Solo me falta una pastora alemana y un Ford Mustang».
Terminé mi aperitivo y guardé el frasco. Necesitaba agua. y alguna fruta en conserva tampoco estaría mal. Mi yo del pasado, biólogo y profesor en la Universidad de Salamanca, sabía que debería expandir mi dieta. Si no lo hacía, acabaría palmando de una insuficiencia hepática o un infarto —con suerte—, pero tenía un problema más apremiante del que hacerme cargo: mis riñones. O encontraba agua pronto o el exceso de sodio y proteínas acabarían por joderme esas dos preciadas habichuelas —si no estaban jodidas ya.
Entré en la cafetería. Las mesas estaban volcadas. El suelo, cubierto de polvo y sangre seca, se pegaba a mis Panama Jack. Olía a putrefacción. Supuse que las bacterias se estarían dando un festín.
—Un caramel macchiato con bebida de avena, por favor, que la leche me da cagalera y estoy hasta los huevos de beber sangre —susurré—. A nombre de Pablo.
Me senté junto a una mesa. Aparté un vaso de cartón con la mano y cayó al suelo. Podía leerse: «Laurita», un vestigio de cuando la gente se preocupaba por si su selfie no alcanzaba los cien likes, si la señal de wifi no llegaba bien al sótano o si Zeynep Aydın y Emir Karahan acababan liados. Preocupaciones vacías de un mundo extinto. Pensé que el vaso acababa de colocarse en la tercera posición de mi top diez de objetos inútiles —por debajo de la agenda de Mr. Wonderful de 2018 y el libro Marketing digital para Dummies.
Traté de imaginarme cómo sería la vida de Laurita antes de que lloviera hemoglobina a diario. No pude hacerlo. Por algún motivo, mi mente ignoraba mis órdenes y solo traía a mi memoria escenas de cuando todo empezó: los campos de cultivo teñidos de escarlata; la costra coagulada en la superficie de los ríos; el bloqueo del transporte… Las moscas llegaron después, junto con las enfermedades y el hambre.
Escuché un ruido. Eché mano a mi mochila Quechua y saqué un cuchillo jamonero —obsequio de mi cuñado Manuel—. «Gracias, donde quiera que estés ahora». Anduve agachado, bordeando la barra, hasta dar con la puerta del almacén. Estaba entornada. Pegué mi oreja derecha al aluminio. Se oyeron tres crujidos secos y arrítmicos, como cuando un recipiente de plástico hueco cae al suelo y rebota varias veces hasta detenerse. Introduje el cuchillo por el umbral y usé su reflejo para mirar en el interior. No vi nada relevante al principio, salvo un montón de cajas de cartón apiladas, unas encima de otras. Introduje el cuchillo un poco más. El acero pulido me devolvió la imagen de un niño, de unos once o doce años. Bebía de una botella de agua de medio litro.
«¡Agua! ¡Hay agua, joder!».
—Hola, chaval —dije tras abrir la puerta. El niño giró la cabeza y se me quedó mirando. Abrió los ojos muy, muy despacio. Me recordó al vídeo aquel de un lémur que hacía lo mismo mientras sonaba el efecto de sonido de la compañía THX—. Tranquilo. No voy a hacerte daño. —Escudriñé el almacén. Había decenas de cajas con el objeto más preciado que podía encontrarme en ese momento: botellines de agua de Fuente Liviana.
Me acerqué al niño. Tenía el pelo rubio alborotado y la cara manchada de sangre. Llevaba un pijama de Rick y Morty bajo un batín abierto. Dio un paso hacia atrás y metió su mano derecha en el bolsillo. Levanté las cejas, guardé mi cuchillo en la mochila, que dejé en el suelo, y puse los brazos en jarra.
—Hay para los dos, chavalín. Pillo unas cuantas botellas y me voy. Wubba lubba dub dub, ¿vale? —No pareció entender la referencia y arrugó la frente. Entonces pensé que debía haber alguien, cuando el mundo era mundo, que le hubiera comprado ese pijama. También me pregunté si ese alguien seguiría vivo, o si —lo que era más probable— el crío estaría solo. ¿Lo iba a dejar a su suerte? Si no moría de hambre o a causa de una enfermedad, algún loco acabaría por cargárselo o por hacerle algo peor—. ¿Tus padres están…?
Flexionó su codo, tratando de sacar lo que fuera que guardara en el batín. Si hubiéramos estado en una peli ambientada en Illinois —ante la duda de si el crío pudiera llevar una Glock 19— hubiera soltado algo así como: «¡Ey, ey, muchacho! Será mejor que dejes eso donde está. Si es una caja de chicles, perfecto; si no, vamos a tener un problema, maldita sea». En mi mente, mi voz sonaba como la de Ricardo Solans, la voz habitual de Robert de Niro en castellano.
—¡Déjame en paz! —exclamó el crío. Había sacado la mano del bolsillo y llevaba un arma, sí: una pistola de agua de un amarillo semiopaco —y cargada—. Me apuntó al rostro. Sonreí, tratando de calmarlo.
—Mira, chaval. De verdad que no voy a hacerte nada, y aquí hay agua para los dos. ¡Joder, si te sobra hasta para llenar tu pistola! Si estás solo, puedes ayudarme a cargar unas cuantas botellas y a llevarlas hasta mi piso. Mañana será otro día y saldremos a buscar algo de comida. Yo soy Pablo, ¿cómo te llamas tú?
El niño introdujo su dedo índice en el guardamonte de plástico, listo para disparar. Apretó el gatillo. El cabrito me acertó en los ojos. Antes del impacto, me imaginé soltando una carcajada —de nuevo con la voz de Ricardo Solans—. Después diría: «Muchacho, vas a necesitar algo más que agua para zafarte de tus enemigos», solo que la pistola del crío, que seguramente sus padres le compraron hacía unos años en el Toys R Us, no contenía agua.
Mis ojos ardieron como si hubieran derramado café hirviendo sobre ellos, pero no olía a café, sino a algo fuerte y acre: a amoníaco. Grité, me llevé las manos a la cara y caí al suelo. Me agité de un lado a otro mientras pataleaba. Intenté abrir los ojos, pero el dolor me lo impedía.
—¡Chaval! ¿Qué coño has hecho? —Escuché unos pasos livianos. El crío se me acercaba. Oí cómo abría la cremallera de mi Quechua—. ¿Qué coño haces? No irás a…
El impacto frío del metal devoró mis palabras. Le siguió un dolor punzante y un ardor que me impidió coger aire. Escuché al niño arrastrar mi mochila. Después, distintos chapoteos sordos. Estaba llenándola de botellas. «Hijo de puta», traté de decir, pero el simple hecho de pensar en articular palabra me provocaba jaqueca. Perdí la consciencia.
Ahora, minutos u horas después, estoy despierto. Sigo aquí, tendido en el suelo y esperando mi muerte con el cuchillo jamonero que me regaló mi cuñado clavado en mi pulmón derecho. Estoy ciego, inmóvil, y lo único que puedo hacer mientras espero es contarme esta historia como si hubiera alguien en mi mente para escucharla.
«Ojalá tú logres sobrevivir, niño con el pijama de Rick y Morty. Hazlo por mí, ¿de acuerdo? Wubba lubba dub dub», dice Ricard Solans en mi cabeza.
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